domingo, 8 de junio de 2014

Historia De Una Cana

Edgar Allan Poe escribió en 1841 ‘Un Descenso al Maelstrón’. La historia cuenta cómo un náufrafo sobrevive a un Maelstrón. El Maelstrón es un remolino gigantesco que se origina en las costas de Noruega.


En la historia, el marinero se encuentra en una situación que raya lo fantástico. En un determinado momento, el barco del marinero se encuentra en el vórtice del remolino. Pero el Maelstrón no es cualquier remolino. Es un fenómeno natural que por su tamaño podría ser considerado inverosímil. Casi al final de la historia, el marinero se encuentra atrapado en el corazón del Maelstrón, maravillado ante la fuerza de aquel fenómeno. Por azares del destino, el hombre logra sobrevivir. Un grupo de marineros lo rescata, pensando que es un anciano. Pero no se trataba más que de un marinero de la misma edad de ellos. La diferencia, es que él había encanecido totalmente después de haber contemplado aquel Maelstrón. Su pelo y barba se habían tornado totalmente grises en menos de 24 horas. Tal fue su impresión.
Hombre al borde del Maelstrón


Leí esta historia cuando tenía 18 años y me impactó muchísimo. Siempre he tenido una especial fascinación por el mar. Y el hecho de que la furia del mar logrará hacer cambiar la fisonomía de alguien debido al terror que le había producido se me quedó grabado en la mente por mucho tiempo.


Estimado lector, visitante o curioso. Mi nombre es Isaul, tengo 32 años, nací y crecí en la ciudad de México, y como buen chilango, no sabía nadar hasta hace unos años. Aprendí a la mala.


Tengo varias canas en mi barba y algunas en mi cabeza. De hecho, tengo más canas en mi barba que en mi cabeza, y recuerdo exactamente el día en que me salió mi primera cana en la barba.

Cuando tenía 22 años fuí de vacaciones con mi novia y unos amigos a Acapulco. Como parte de nuestro festejo de graduación, nos hospedamos una semana en un hotel en Punta Diamante. Punta Diamante se encuentra al norte de la bahía de Acapulco, lo que quiere decir que en vez de las tranquilas olas de la bahía, se tienen el mar abierto y las olas del Pacífico. Que poco tiene de Pacífico para el nadador inexperto.


El grupo consistía básicamente de tres parejas y tres colados. Entre los colados, había un tipo que había venido de Estados Unidos. Se educó en la academia de los Estados Unidos como marine, es decir, tenía un entrenamiento militar. Al segundo o tercer día, mientras todos nos encontrábamos jugando en el mar, me llamó la atención su forma de atajar las olas. Se adentraba en las olas justo antes de que estas tronaran en él, aprovechando la inercia del mar. Sólo se veía su cuerpo dentro de las olas, siendo trasladado por éstas, como si fuera un delfín.


Yo le pregunté que cómo lo hacía. En dos minutos me explicó que justo antes de que llegara la hora uno debía sumergirse y penetrar la ola, aprovechando la inercia del mar. Había que meterse un poco mas, y me dijo que si uno sentía que estaba siendo succionado por el mar, debía de nadar en diagonal hacia la orilla, de lo contrario se estaría nadando contra el mar, y nunca se le vencería.


Sin pensarlo dos veces, y sobretodo sin tomar en cuenta mi limitada capacidad para nadar, hice el intento de nadar como él. Lo intenté varias veces sin éxito. Pero cada vez que fallaba, me encontraba mas lejos de la orilla y del piso firme. Mi novia me acompañaba mientras yo intentaba lograr la hazaña de montar la ola. Ella había aprendido a nadar desde pequeña, y lo hacía bien.


Llegó un momento en el que yo no podía montar la ola y tampoco podía tocar el fondo. Me estaba cansando, y mi novia, manteniéndose a cierta distancia, me recordaba que nos estábamos alejando mucho. Ella no se acercaba ya que en sus clases de natación había aprendido que intentar rescatar a alguien que se está ahogando puede resultar contraproducente. El que se está ahogando usará al que está flotando para mantenerse a flote, como consecuencia, ambas personas pueden resultar ahogadas.


Yo intentaba regresar pero ya no podía. Estaba cansado y no tenía tiempo de recuperar el aliento. El sube y baja de la marea no me daba oportunidad de retomar el aliento, tragaba agua accidentalmente con cada ola, cada vez que intentaba recuperar el aliento. Es más, ni siquiera sabía para donde regresar. Crecí con miopía y obviamente no llevé ni anteojos ni lentes de contacto al mar. Me encontraba en mar abierto y había perdido el sentido de dirección.


Desgraciadamente no llevé clases de natación cuando era pequeño. Aunque sabía cómo dar brazadas, lo hacía sin ninguna técnica en especial. Pero flotar era complicado, y sobretodo muy agotador. Tenía una noción de lo que era flotar, pero había buscado pocas oportunidades para ponerlo en práctica.


Estando a la deriva en mar abierto, con mi novia a unos metros, con los brazos cansados, con poco aire en los pulmones, y sin comprender cual dirección seguir en caso de poder recuperar el aliento, tuve una introspección en ese momento. Pensaba que esas iban a ser mis últimas vacaciones. Pensaba que había sido un tonto al lanzarme al mar abierto sin saber nadar debidamente. Pensaba que iba a morir. Tenía miedo, pero también estaba enojado conmigo mismo, miré al cielo y pensé, aquí voy a morir, que tonto fuí.


Y mientras pensaba esto, mi cuerpo se relajó esperando el fin, y sorprendentemente esta relajación me ayudó. Aunque no puedo decir que fue en ese momento donde aprendí a flotar, entendí que el estrés era mi peor enemigo. Mi cuerpo se soltó y entendí que requería de poca energía para mantenerme a flote. Le dije a mi novia que no se preocupara, que podía aguantar un poco más, hasta que alquien nos rescatara.


Así estuve algunos minutos. Hasta que llegó un tipo con una tabla de surf a rescatarnos. Me sentía tan confiado que le dije a mi novia que se subiera ella primero en la tabla. Yo podía aguantar un poco mas. Obviamente me tiró de a loco. Así que subí primero. Una vez arriba, era el turno de ella. Al intentar subirse, la tabla se volteó y nos fuimos de lado. Entre risas, nos volvimos a subir. Al cabo de varias brazadas y con el lanchero a nuestras espaldas, logramos llegar a la orilla. La caminata para incorporarnos al grupo fue larga. Al parecer el mar nos arrastró mucho más de lo que hubiera imaginado. Llegamos con el grupo, bromeamos, y sin más preámbulo, terminó aquel día.


Obviamente yo estaba de vacaciones, por lo que rasurarme estaba fuera de discusión. Al otro día en la mañana, cuando me levanté al baño y me miré en el espejo, noté un grueso pelo blanco y erecto saliendo de mi barba. Me quedé impactado, lo toqué, lo volví a ver y le comenté a mi novia y al grupo. Hubo muchos escépticos, pero como cualquiera, me veo todos los días en el espejo y noto las diferencias. Esa era una diferencia muy evidente. Fue en ese momento donde me vino a la mente aquel cuento de Edgar Allan Poe. Mientras que el protagonista de ese cuento había encanecido totalmente después de encontrarse en el ojo de un remolino. A mí me salió una cana en la barba después de casi ahogarme en el mar de Acapulco. Al día de hoy las canas en esa área ocupan cada vez más espacio.

Esta historia sucedió hace casi 10 años. La he contado varias veces, y durante mucho tiempo sentía escalofríos cada que la contaba. Pero aprendí mi lección. Nunca tendré una novia que no sepa nadar.

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